Hace ya
muchos años, cuando sólo los indios habitaban estas tierras, vivía
en pleno corazón de la selva un poderoso cacique llamado Saguáa.
Tenía éste una hermosísima hija de nombre Tacuarée, a la que amaba
entrañablemente. Desde que comenzaba el día hasta que llegaban las
sombras, y con ellas el reposo, estaba Saguáa pendiente de la
muchacha, cuyos menores deseos satisfacía con la más tierna
compalcencia.
Pero una tarde llegó hasta esas comarcas un apuesto guerrero del
cual Tacuarée se enamoró perdidamente. Pertenecía el joven a una
tribu establecida muy lejos de allí, y, por seguirlo, la bella
indiecita resolvió abandonar a su padre. Mas sintiéndose incapaz de
enfrentar el dolor que - demasiado bien lo sabía - iba a causar a
aquél, convino con su amado que partirían sin avisarle. Cuando
Saguáa advirtió la ausencia de la muchacha se hundió en la más
tremenda desesperación. Corría de un sitio a otro llamándola
enloquecido, sin poder aceptar la realidad. Hasta que, en el colmo
de la angustia, se lanzó a la espesura de la selva tratando de
hallar algún rastro que le permitiera alcanzar a su querida hija.
Inútil fue que los de su tribu intentaran disuadirlo. Él no quería o
no podía oírlos. Y cuando varis hombres en un supremo esfuerzo por
detenerlo, le interceptaron el paso, él los apartó de su camino con
la violencia de que sólo son capaces los desesperados.
Así, delirante, marchó selva adentro sin dejar de pronunciar el
nombre de su hija. Las zarzas lo herían a cada paso, pero Saguáa
seguía adelante, como si se hubiera vuelto insensible al dolor.
Quizá porque todos los males le parecían pequeños en comparación con
aquél que le desgarraba el corazón... Y lo más terrible era que en
su desvarío creía oír los pasos de Tacuarée. Por eso, apenas andaba
un trecho, se arrojaba ansiosamente al suelo y, con la oreja pegada
a la tierra y la respiración en suspenso, escuchaba hasta los más
tenues rumores del bosque tratando de descubrir de dónde provenía
aquél sonido que lo llenaba de esperanzas.
Pero nada percibía el desdichado, que continuó internándose en los
matorrales y echándose anhelante a cada rato. Hasta que la muerte lo
dejó definitivamente tendido con la cabeza como clavada en la hierba
húmeda de rocío y de sus últimas lágrimas...
Cuando, tiempo después, los hombres de Saguáa hallaron el cadáver de
éste, quisieron llevárselo para rendirle los homenajes rituales y
enterrarlo entre los suyos. Pero, en el momento en el que iban a
levantar el cuerpo, advirtieron con enorme sorpresa que la oreja del
costado sobre el cual yacía estaba adherida a la tierra. pasado el
estupor del primer instante, los indígenas comprendieron que la
única solución posible era cortar esa oreja extrañamente unida al
suelo. Y, apenas lo hubieron hecho quedaron maravillados: ¡la oreja
de Saguáa había echado raíces!
Tal es el origen que la imaginación popular ha atribuido al timbó,
ese árbol que alza su gallarda copa en medio de la selva y ofrece
todas las primaveras sus bayas negras, tan similares a una oreja
humana. En él, la tradición guaraní ha querido ver el símbolo del
amor fraternal.
Anónimo
De
Lo sé todo de América - Ediciones Larouse
Argentina- Buenos Aires - 1969