Retrocederemos en el tiempo hasta llegar a épocas remotas en que los
calchaquíes habitaban el Noroeste argentino y no sabían emplear hierbas
naturales para calmar sus dolencias.
La gente de la tribu vivía sufriendo la pérdida de sus seres queridos
que enfermaban y no podían ser curados.
El hechicero del lugar, que en realidad lo único que pretendía era
llegar a ocupar el lugar del cacique, no sentía ninguna tristeza por el
estado de los niños, mujeres y hombres que morían uno tras otro.
Mama Quilla, la Luna envió a su hija para ayudar a los hombres y en poco
tiempo la joven había enseñado a la gente a detectar su enfermedad y a
emplear hierbas curativas que la combatieran.
A su lado jamás faltaba el hijo del cacique, quien, al igual que su
padre, no quería otra cosa que el bienestar de su gente.
Con el correr del tiempo el príncipe y la joven se enamoraron y fueron
autorizados por el cacique a festejar la feliz boda a la que concurrió
toda la tribu.
El único disconforme fue el hechicero, de quien ya nadie se acordaba.
Oculto en el rincón más oscuro de su tienda, éste invocó al diablo
pidiéndole que le ayudara a envenenar al cacique.
En poco tiempo el pobre cacique cayó mortalmente afectado.
Por más que los jóvenes esposos hicieron los mayores esfuerzos y
elevaron sus plegarias a los dioses, el cacique cerró los ojos para
siempre en una tarde, tan triste como la gente de la tribu.
El malvado hechicero salió de su choza para arengar a los hombres en
contra del príncipe y de su esposa, acusándolos de ser culpables de la
muerte del cacique.
Los hombres de la tribu, confundidos, creyeron esas palabras y
obedecieron al hechicero, que ordenó que ataran a los jóvenes a una
piedra en medio del valle para dejarlos morir.
Así fue, maniatados en un peñasco elevado, lastimados por los malos
tratos el príncipe y la joven recibieron la noche.
Sangraban su frente y sus manos, pero apoyando sus cabezas lo más juntas
posibles soportaban el dolor.
Mama Quilla viendo lo que sucedía, los transformó en dos pájaros de
pluma gris y cabecita roja, conocidos por nosotros, como cardenales.