Hace muchos,
muchísimos años, habitaba en tierras mendocinas una gran tribu de
indígenas hospitalarios y trabajadores. Ellos vivían en paz, pero un
buen día se enteraron que del otro lado de la cordillera y desde el
norte de la región se acercaban feroces aborígenes guerreros. Los
invasores rodearon la zona, y la tribu decidió pedir ayuda a un
pueblo amigo que vivía en el este, pero para llevar la noticia era
necesario pasara través del cerco de los invasores, y ninguno se
animaba a hacerlo.
Por fin, un joven fuerte y ágil, que se había casado no hacía más de
un mes, se presentó ante el jefe de la tribu y se ofreció a intentar
la aventura. Después de recibir una cariñosa despedida de toda la
tribu, muy de madrugada, partió en compañía de su esposa.
Marchando con incansable trotecito, marido y mujer no encontraron
sino hasta el segundo día las avanzadas enemigas. Sin separarse ni
por un momento, y confiados en sus ágiles piernas, corrían,
saltaban, evitaban los lazos y boleadoras que los invasores les
lanzaban. Perseguidos cada vez de más cerca, siguieron corriendo
siempre hacia el naciente. Y cuando parecía que ya iban a ser
atrapados, comenzaron a sentirse más livianos, y vieron que sus
cuerpos se transformaban. Las piernas se hacían más delgadas, los
brazos se convertían en alas, el cuerpo se les cubría de plumas. Los
rasgos humanos de los dos jóvenes desaparecieron, para dar lugar a
las esbeltas formas de dos aves de gran tamaño que corrían con gran
velocidad, dejando muy atrás a sus perseguidores. Así llegaron a la
tribu de sus amigos, quienes tomaron sus armas y se pusieron en
marcha rápidamente.
Los invasores sorprendidos por ambos flancos, fueron obligados a
regresar a sus tierras, y así cuenta la leyenda que apareció el
ñandú sobre la Tierra.
Anónimo